jueves, 7 de octubre de 2010

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Creo que me trae sin cuidado más o menos casi todo. Quiero decir: creo, porque ¿quién está seguro de disfrutar una fuerza semejante? En esta primera observación se injerta la segunda: nada me resulta indiferente. Esas son las dos alas con que vuelo: desapego y simpatía. La primera me lleva muy alto, la segunda me ayuda a llevarme conmigo todo lo que veo. Por supuesto hace falta que aleteen al mismo tiempo, si no viene la caída.

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Supe muy pronto lo que no quería. Correspondía a la totalidad de lo que se me proponía como porvenir. Un matrimonio, un trabajo. Unos objetos, unos horarios. Los vivos que se conforman con tan poco hacen como que viven: eso es lo que yo pensaba entonces. Hoy me resulta tan evidente como que los muertos hacen como que están muertos. Ni los unos ni los otros me parecen absolutamente reales. A los vivos, como a los muertos, les falta algo. Escribir a veces da una visión inalcanzable sobre una cosa así. Sólo puedo escribir sometido a la presión de un gozo. No todas las escrituras son así. Muchas son como las ruedas de un viejo molino, puestas en movimiento por las aguas llenas de musgo del resentimiento.
 
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Esa gente que se pavonea en televisión, expertos en economía o animadores de variedades, cumplen la misma función. Se les ha confiado el cuidado de alimentar el imaginario y el pensamiento de un pueblo. Hacen que se rebaje y lo insultan. Tendrían que enseñarles sus emisiones tal y como se reciben en los asilos de ancianos, en los hospitales y en las cárceles. La manera más pertinente de conocer a una sociedad es mirarla a partir de los lugares donde lo humano está en vías de olvido, y orientar de ese modo el pensamiento: de abajo hacia arriba. Veríamos entonces lo que es falso, muerto, irreal, y nos quedaríamos deslumbrados por los numerosos milagros restantes -imágenes de animales, de árboles, de rostros, palabras que escapan y encantan. Porque con las sociedades pasa como con los individuos: lo real se encuentra siempre del lado de lo refractario, de lo fugitivo, de lo resistente, de todo lo que tratamos de calmar, ordenar, hacer callar, y que a pesar de todo vuelve, y vuelve de nuevo, y vuelve sin cesar -incorregible. La escritura está de ese lado. Todo lo que se empeña en vivir está de ese lado.

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Lo contrario absoluto del amor es la necedad. La necedad y su hocico impávido, su falta total de conciencia propia. El que se aloja en el árbol hueco de la necedad ni tan siquiera sabe que es necio -al contrario de la locura: siempre hay un instante, una chispa, donde el loco se reconoce como loco. Por lo demás no necesita de ese saber porque triunfa, ya que a cada paso que da, a cada palabra que pronuncia, el hombre necio triunfa, avanza triunfando, triunfa avanzando. Se puede muy bien ser necio e instruido. Se puede también, se ve con frecuencia, ser necio y listo. Y casi siempre, cuando se es necio, se es sentimental: un vacío llama al otro. Pero hay una cosa que es imposible: ser necio y dotado de amor. Son dos absolutos incompatibles, alérgicos el uno al otro. Entre ellos, ninguna mezcolanza, ni un solo vínculo de ningún tipo. La guerra, eso es todo. Tiene que existir desde el principio del mundo. Su solución está lejana, tan lejana que puede hacernos desesperar: la necedad se encuentra en el mundo como en su propia casa. Hoy en día, entre otros quehaceres, hace televisión. La necedad siempre ha sabido olfatear los buenos negocios. La necedad está muy ocupada, nunca para, es en el fondo -suponiendo que tenga un fondo- industriosa, militante. No decir nada más ni espantarse. La necedad es como una roca contra la cual las aguas de dios vienen a batir en vano.

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En lo imaginario, un escritor siempre está muerto, incluso cuando está vivo. Y los cantantes, es a la inversa: incluso muertos, están vivos. Me queda por consiguiente escribir como se canta.


                                                                                Christian Bobin
                                                                                Traducción de José Areán

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